Anteayer por
la tarde salí con destino a la Maison de
l’Amérique Latine a ver si ahí conocía gente latina chévere y, está bien lo
diré, por si lograba sentirme un poco más "en casa" entablando conversación con
jóvenes hispanos. Pues fui justo el día que no había nada programado, apenas había
un alma latina con quien al final no conversé y solo logré que me dieran una
hoja con el cronograma de actividades. Tendré que volver. Como no quería ir tan
rápido a casa ubiqué un parque en el mapa y me di cuenta que se trataba del
famoso parque de Luxembourg. Faltando unos metros para entrar me di cuenta que
había llegado tarde, ya estaban cerrando… en horario de invierno solo abren
hasta las 16:45. Lástima, tengo que
volver allí también. Decidí instintivamente entrar a un café que se hallaba justo en frente, moría por una
taza de chocolate. A los pocos minutos se sentó en la mesa de al lado un joven francés
quien, luego de ordenar un café, sacó un libro y empezó a leer… vaya gesto
automático.
¿Qué hago? ¿A
dónde voy? Tenía que hacer tiempo una
hora y media más porque quedé con Pierre a las 19:20 para ir al cine. Se me ocurrió
echar un vistazo a la biblioteca Sainte Genevieve que estaba muy cerca, además
tenía una novela en mi bolso que había comprado recientemente y necesitaba ese
ambiente de estudio que me fascina de las bibliotecas para que de una vez por
todas pueda avanzar al menos dos hojas de esa novela. Es una biblioteca colosal,
muy antigua pero en perfecto estado. Luego del pequeño y rápido trámite para
obtener la tarjeta y poder entrar, subí por
sus escaleras de mármol a una enorme sala de lectura. Me intimidó ver las filas
interminables de mesas de estudio y los jóvenes
muy concentrados, escribiendo o leyendo.
Logré llegar a
tiempo para el cine con Pierre donde, oh casualidad, la película se trataba de ese
proceso algo tedioso que es la mudanza y el acostumbrarse a otro país.
El metro, los cafés, la vida cultural, los parques. Así
es Paris.
Y ayer, ayer cuando mi
día llegaba a su fin me ocurrió algo conmovedor. Me encontraba en el metro camino a casa, entró un negro alto y joven y se sentó a mi
lado. Abrió un fólder donde tenía muchas hojas y yo de reojo noté que estaba
fijándose la ruta del metro. Me pareció muy tierno. En la siguiente estación
entró un hombre moreno, de ese color de piel
tan particular que tienen los hindús. Él llevaba en su muñeca izquierda
una pulsera con los colores de la bandera la India. Sonreí mentalmente. Ahí estábamos
los tres, los tres extranjeros en
terruño francés... quien sabe sus historias. Así también es
París.