Habiendo
ingresado por el pasillo angosto, comencé a buscar la sección de frutas. Se encontraba
a unos metros nada más, justo al frente de las costureras. Qué hermosas se
veían aquellas frutas, gordas y brillantes. Y dando unos pasos más estaban las
señoras que vendían velas de distintos colores, incienso y todo tipo de hierbas.
La llamé la sección esotérica. Y dando
otros pasos más estaba la sección de plásticos: bandejas, bowls, tapers, etc.
Había otro pasillo largo únicamente para las carnes.
Así es un mercado
en Lima. Es una fiesta de olores para el olfato, una paleta de colores en un
espacio reducido y el regateo por doquier.
Hace poco volví
al mercado del barrio de Magdalena del Mar, un señor mercado, de esos que
empiezan a ser menos comunes en ciudades que están modernizándose. Mi mamá
tenía algo que hacer por ahí cerca y yo
fui de colada. Salí satisfecha, con una sonrisa de tonta por haber gastado
mucho menos que en cualquier otro supermercado y con la autoestima elevada luego de que
las vendedoras me hayan llamado “reina”, “madrecita” y “señorita”.
Así a uno le
vienen las ganas de hacer las compras semanales allí en vez del Wong, muy lejos de las pitucas generalmente teñidas de
La Molina, los villancicos en inglés como música de fondo que empiezo a
aborrecer y el diálogo interno que se atraviesa por la cabeza cuando no sabes
si una verdura está lo suficientemente madura o qué tipo de comida puedes hacer
con ella.
Nada que envidiarle a un supermercado.
¿Cómo no llevar ese mango a la izquierda en primera plana? |