Degustación en la Bodega Lazo. |
Viviendo en Lima me fui a Ica.
Me dieron el lunes libre en el trabajo y como extrañaba mochilear un rato,
compré boletos a Ica. Quería respirar un
poco, ver otro paisaje, sentirme de vacaciones al menos por un fin de semana,
en otras palabras “bajar un cambio”, como dicen los argentinos.
Me fui sin averiguar nada, solo con la recomendación de algunas personas de
hacer sandboarding y visitar bodegas. Me aseguré con el hospedaje al menos.
Por la mañana del domingo fui a un par de bodegas, ambas artesanales. Me
encantó una de ellas en particular, Lazo, que más bien tenía pinta de museo de
antigüedades y cosas raras de colección y se decía que el dueño era primo lejano
de Simón Bolívar. Por poco salgo borracha con tanta degustación y mareada
con las explicaciones de cómo se hace el vino y pisco, explicaciones de un proceso que
seguramente después no recordaré.
Por la tarde de ese mismo día entregué mi vida a los conductores alocados
de los buggies o tubulares, en otras palabras, los vehículos parecidos a
insectos gigantes que trepan por las dunas como si flotaran, yendo a una
velocidad tal que me hizo recordar la vez que estuve en los juegos mecánicos de
Disney. Apenas se ponía en marcha el buggy la aventura se convertía en un
griterío de groserías e invocaciones a la virgen María que luego se
transformaban en risas y suspiros de alivio cuando al chofer se le ocurría de vez en cuando pisar el freno y desacelerar. Cuando pensábamos que ya se nos había
agotado la adrenalina llegó la hora de
hacer sandboarding. Todos los pasajeros tomamos unas tablas parecidas a
las de snowboard y luego el chofer/guía nos señaló las dunas sobre las que
teníamos que deslizarnos. “¡Esta duna es pequeñita!”. Gran mentira. Yo como
buena miedosa dejé que alguien más se deslizara antes para que mis
propios ojos se convencieran de que llegaría sana y salva. Mi turno llegó y solo puedo decir que fue increíble.
Después de haber conquistado
nuestros miedos el cielo se tiñó de naranja y automáticamente nos sentamos a
contemplar. Encantador.
Al volver a Lima, al día siguiente, pasé por Paracas.
Islas Ballestas y toda su fauna es lo único que me hace pensar que vale la pena
de ese lugar. Mi cámara fotográfica y mi niño interior no podían haber estado estar
más contentos.
Y así se hizo lunes por la noche y se acabó el viajecito. Martes de nuevo a
la rutina, llegando muy somnolienta al trabajo pero hubiera sido un descaro
quejarme… ¡qué venga la rutina nomas! Total, yo ya bien relajada estaba. Un argentino me hubiera dicho “¿quién te quita lo bailado?”. Tal cual.
Un par de días en una ciudad a tan solo 4 hrs de Lima me bastó para recargar
baterías y alejarme del alboroto urbano: la muchedumbre de las
horas puntas, los micros, los innumerables rompe muelles y, ante todo, del claxon.
Cuando no Pierre. |
Después de subir a ese buggy, juro que quedé curada del espanto.
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