viernes, 17 de mayo de 2013

La combinación de desierto y pisco

Degustación en la Bodega Lazo.

Viviendo en Lima me fui a Ica.
Me dieron el lunes libre en el trabajo y como extrañaba mochilear un rato, compré  boletos a Ica. Quería respirar un poco, ver otro paisaje, sentirme de vacaciones al menos por un fin de semana, en otras palabras “bajar un cambio”, como dicen los argentinos.
Me fui sin averiguar nada, solo con la recomendación de algunas personas de hacer sandboarding y visitar bodegas. Me aseguré con el hospedaje al menos.
Por la mañana del domingo fui a un par de bodegas, ambas artesanales. Me encantó una de ellas en particular, Lazo, que más bien tenía pinta de museo de antigüedades y cosas raras de colección y se decía que el dueño era primo lejano de Simón Bolívar.  Por poco  salgo borracha con tanta degustación y mareada con las explicaciones de cómo se hace el vino y pisco, explicaciones de un proceso  que seguramente después no recordaré. 

Por la tarde de ese mismo día entregué mi vida a los conductores alocados de los buggies o tubulares, en otras palabras, los vehículos parecidos a insectos gigantes que trepan por las dunas como si flotaran, yendo a una velocidad tal que me hizo recordar la vez que estuve en los juegos mecánicos de Disney. Apenas se ponía en marcha el buggy la aventura se convertía en un griterío de groserías e invocaciones a la virgen María que luego se transformaban en risas y suspiros de alivio cuando al chofer se le ocurría de vez en cuando pisar el freno y desacelerar. Cuando pensábamos que ya se nos había agotado la adrenalina llegó la hora de  hacer sandboarding. Todos los pasajeros tomamos unas tablas parecidas a las de snowboard y luego el chofer/guía nos señaló las dunas sobre las que teníamos que deslizarnos. “¡Esta duna es pequeñita!”. Gran mentira. Yo como buena miedosa dejé que alguien más se deslizara antes para que mis propios ojos se convencieran de que llegaría sana y salva. Mi turno llegó y solo puedo decir que fue increíble.

  Después de haber conquistado nuestros miedos el cielo se tiñó de naranja y automáticamente nos sentamos a contemplar. Encantador.
   Al volver a Lima, al día siguiente, pasé por Paracas. Islas Ballestas y toda su fauna es lo único que me hace pensar que vale la pena de ese lugar. Mi cámara fotográfica y mi niño interior no podían haber estado estar más contentos.
Y así se hizo lunes por la noche y se acabó el viajecito. Martes de nuevo a la rutina, llegando muy somnolienta al trabajo pero hubiera sido un descaro quejarme… ¡qué venga la rutina nomas!  Total, yo ya bien relajada estaba. Un argentino me hubiera dicho “¿quién te quita lo bailado?”. Tal cual.

Un par de días en una ciudad a tan solo 4 hrs de Lima me bastó para recargar baterías y alejarme del alboroto urbano: la muchedumbre de las horas puntas, los micros, los innumerables rompe muelles y, ante todo, del claxon.


Cuando no Pierre.
Después de subir a ese buggy, juro que quedé curada del espanto.
Pescador en las Islas Ballestas.